Por Alberto Sánchez

La ciudad del silencio

El cementerio de la Concepción es como una ciudad dentro de otra. Tiene calles y panteones, es decir, zonas públicas y privadas. Las arterias llevan nombres de referentes de la comunidad franciscana porque sus sacerdotes fueron los encargados de trasladarlo al lugar en el que se encuentra hoy (inicialmente estaba en el microcentro de Río Cuarto).

La necrópolis cuenta con más de mil panteones antiguos que marcan un legado; algunos datan de 1800. Muchos resaltan por sus particularidades arquitectónicas, otros fueron declarados históricos.

Sin embargo, el de la Concepción acusa las mismas falencias que el casco urbano: falta de mantenimiento, abandono, suciedad, inseguridad. Además, imperan las diferencias: los ricos moran en casas y los pobres bajo tierra. (Paradojalmente, desde hace algún tiempo irrumpió la moda de los cementerios parque, sin estatuas ni mausoleos y su paisaje interno da la sensación de que todos somos semejantes ante la parca).

Hasta poco tiempo atrás yo desconocía el significado de la palabra cementerio. Al parecer, proviene del griego antiguo y quiere decir “lugar para dormir”. Esto explica por qué los cuerpos reposan en hileras, dando la impresión de estar acostados en pequeños dormitorios cuyos techos son las lápidas. No en vano se habla de ‘descanso eterno’ y los deudos los despiden diciendo ‘descansa en paz’.

El cementerio es fiel reflejo de la desigualdad social: a un lado, ataúdes bajo tierra y con un cartel de madera barata identificando al muerto. Alejados de los pobres y pegados entre sí, se levantan panteones que compiten ostentosamente. Flanqueando los ingresos, ángeles imponentes velan a los difuntos y los frentes han sido ornamentados con una imaginería que conjuga la belleza de la vida, el dolor de la partida, la paz celestial y el horror del infierno.

En la necrópolis duermen su sueño eterno ‘el noble y el villano, el prohombre y el gusano’. Próceres, profesionales, deportistas, curas, docentes, albañiles, artistas, amas de casa, inmigrantes, usureros, maestras, ladrones, carpinteros, asesinos…Cadáveres cuyas almas ya han sido juzgadas. Y como en la otra urbe, hay viejos, jóvenes y niños.

Un calco del mundo de los vivos, pero sin estridencias, violencia ni deshonras. La muerte empareja en estos sitios donde reina una rara sensación de escape y ensueño. Hasta puedo decir que, por obra y arte de un ejército de diseñadores, arquitectos, escultores y prolijos jardineros, es descorazonadamente bello.

Tiempo atrás, leí una publicación de Patricia Buelink Carranza, la infatigable guía de turismo de la Municipalidad, –le añadí breves acotaciones- y que juzgo interesante compartirla con los lectores de la Revista XXI.

El cementerio, puntualiza Patricia, es una ciudad en silencio, con sus calles y nombres, espacios verdes y comunes, lugares administrativos y sitios privados y también con casas, reflejadas como panteones, asociaciones, nichos y tumbas.

Sus orígenes se remontan a la época colonial, allá por 1876, cuando Río Cuarto también estaba naciendo. Tiempos en que Sobre Monte apenas había trazado las primeras nueve manzanas de lo que sería luego “El Imperio del Sur Cordobés”.

La funcionaria hace hincapié en la vivienda fortificada que pertenecía a la Estancia del Río Cuarto, donde existía una capilla erigida en honor a la Virgen de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, ubicada en la esquina de las hoy calles Colón y Alvear.

Pegadito a ella surgió el primer cementerio, justo donde está constituida la sede de la Sociedad Italiana, el cual estaba a cargo de las autoridades religiosas. Cuenta que eran épocas duras, de privaciones, carencias y necesidades absolutas. Las enfermedades traían como consecuencia muchas defunciones  -reinaban las pestes- pero también por luchas fronterizas con los ranqueles y hechos policiales ocurridos en pulperías de las afueras.

Por entonces, los muertos eran depositados sin cajón en una suerte de osario y envueltos en mortajas. Ante el acoso de la viruela y fiebre amarilla, se afirmó que el principal foco de infección era la proximidad del cementerio con el centro urbano. No obstante, el tiempo transcurrió y siguió permaneciendo en el mismo lugar.

Llegado 1853, el gobernador de Córdoba, Alejo Guzmán, reconoció a la Villa de la Concepción como un punto estratégico, no sólo ante el avance contra el indio sino por ser el paso obligado entre Buenos Aires y la región de Cuyo y Chile.

Según Buelink Carranza, Guzmán había percibido que se estaba en una zona con potencialidades comerciales y desarrollo regional. Por este motivo, realizó una visita ese año y otra, al siguiente.

Como la Villa se hallaba en condiciones muy precarias, entre otras cosas, asoladas por los malones, el mandatario provincial propuso mejoras, por ejemplo, limpieza urbana, orden en las calles y especial atención al comportamiento inadecuado de algunos habitantes, como las conocidas rameras, vagos y malentretenidos.

Pero las medidas no quedaron ahí. Visionario, Guzmán mandó a trasladar el campo santo alejado del ejido urbano y con la creación de una capilla propia. Sin embargo, esto no se concretaría sino unos cuántos años después. ¿El motivo? Dos hechos centrales: en 1856 llegan los misioneros franciscanos para instalarse definitivamente en la Villa y hacerse cargo de las necesidades que en ese momento imperaban; y en 1858 nace el gobierno municipal.

Fue en 1860 cuando finalmente se ejecuta su mudanza al sector oeste de la ciudad, dado que era considerado un espacio muy retirado. En los inicios, se construyó una cerca, dos habitaciones para el alojamiento del sepulturero y un depósito de cadáveres.

Patricia señala que, al respecto, se dictaron ordenanzas de indudable importancia para la construcción de la muralla o cerca en el cementerio ya que la calle Buenos Aires estaba completamente despoblada y solo servía para comunicar el centro con el campo santo, por eso la llamaban Avenida de los Muertos.

Una mirada al más allá

Quienes participan de las visitas guiadas organizadas por la Municipalidad se sorprenden por la riqueza arquitectónica y secretos de la necrópolis, que son revelados en sus muros y cemento.

Se trata de un recorrido por el terreno más antiguo de la ciudad del silencio, donde hay más de un millar de panteones concebidos con el arte en su máximo esplendor, rico en su eclecticismo -art nouveau, neo barroco, neo clásico- representando la élite típica de aquella sociedad riocuartense de los siglos XIX y XX.

Patricia explica asimismo que es dable observar el arte funerario mezclado con el masónico, e historias como la del propio cementerio y su acceso original actualmente oculto entre la arquitectura contemporánea.

El ingreso conduce a una de las calles principales de la ciudad silenciosa, donde hay panteones declarados de Protección Histórica y Patrimonio Cultural porque precisamente de eso se trata: revalorizar el pasado y darle voz e identidad a familias y personas que se destacaron por sus aportes a la comunidad. Allí están ellos, algunos en panteones, otros en tumbas, pero todos con un valioso mensaje para darnos.

Las visitas, a su vez, están repletas de anécdotas y datos curiosos, como el panteón de la familia inglesa cuya narración y exposición fue llevada al cine en la película Titanic; el misterio del panteón donde hay tres féretros, pero solo dos placas; los grabados que fueron borrados porque eran hirientes para la época o una de las primeras tumbas de fines del 1800 cuya dedicatoria denota sugerentes intenciones.

De igual modo, resalta un lugar enigmático que forma parte del folclore local y cada día se transforma en leyenda: el de “La Florencita”.

Como bien afirma Buelink Carranza, el Cementerio de la Concepción es fascinante para quienes, en medio del silencio, saben escuchar el sonido del tiempo.