Por Alberto Sánchez
Gabriel, un enamorado de la vida
Carga muchos años en la mochila, pero mantiene el ritmo de vida propio de un chico de 20, lo que se traduce en infinidad de proyectos, varios de los cuales lleva a cabo simultáneamente cual ajedrecista profesional.
Durante la fase más dura de la pandemia, con jovencitos acusando depresión y mayorcitos sin saber cómo llenar las horas del día, los canales televisivos salieron a rastrear historias de quienes, haciendo frente al Covid, se “reinventaron”, como se dice ahora. Así, nos saturaron con relatos interminables para demostrar que no todo estaba perdido. La resiliencia. Y pensé en Gabriel Yenaropulos.
Nada es casual: las personas capaces de multiplicar ideas y esfuerzos son el producto de una formación que arrancó desde la infancia. No en vano los inmigrantes de pobreza extrema, venidos de los barcos y corridos por las hambrunas de la guerra, educaron a sus hijos valorando al extremo la cultura del trabajo. Aprendieron que el día a día se construye poniendo el hombro, sin odiosas comparaciones, sin sumar complejos, sin importar la edad.
Pasaron los años y sus hijos conocieron otra realidad. Accedieron al confort, pudieron concretar estudios superiores, disfrutaron de vacaciones, compraron auto nuevo, viajaron por el mundo, construyeron su casa y la llenaron de electrodomésticos.
Como siempre, hay dos caras: hubo quienes descarrilaron al compás de la vida fácil y terminaron de la peor manera; a la inversa, otros hicieron bien los deberes, asegurándose un futuro sin sobresaltos.
Entre estos últimos sitúo a Gabriel. Y no dudo que su padre fue el modelo a seguir.
Efstacios, griego de pura cepa (oriundo de la isla de Ghio), fue carpintero ebanista y además fabricaba uno de los instrumentos más románticos: el laud. Huyendo de la guerra mundial de 1914, de pura casualidad no embarcó en el Titanic sino en otro buque y recaló en Brasil. Desde ese momento y hasta el final de sus días, llevó a cabo múltiples labores. Su copia fiel resultó Gabriel, uno de los ocho hijos que tuvo.
Con ese atrevimiento tan propio del que sabe que no puede darse el lujo de rechazar un empleo porque hay que comer, este artesano de la madera pasó de un día para el otro a comandar una cuadrilla de peones que tendía líneas ferroviarias en Grecia.
Nómade por naturaleza, tiempo después viajó al Líbano, donde conoció al amor de su vida y de ahí puso proa a Brasil, donde nació Gabriel. Cuando decidió poner punto final a su condición de trotamundos, recaló en Río Cuarto.
Aquí retomó su antiguo oficio de carpintero. Con sus ideas oteando un amplio horizonte fue a Rosario, donde se vendía maquinaria industrial para el rubro. Invirtió $5.000 –crédito mediante del Banco de Córdoba- e instaló en nuestra ciudad el primer establecimiento provisto de máquinas eléctricas.
Sumó una vasta clientela y hasta se dio el lujo de alquilar por hora ese instrumental a reconocidas firmas, como Gentile. Además, hizo docencia, enseñando a aprendices cómo tornear la pata francesa y, por si fuera poco, inventó una lijadora eléctrica.
Nada le bastaba a este personaje multifacético: abrió en 1936 “El Brasileño”, heladería provista de maquinaria adquirida en el vecino país y creó un tipo especial de palito helado. Por si faltaba algo, ingresó como operario calificado al Batallón de Arsenales, fabricando culatas para fusiles, por lo que sus hijos tuvieron que atender el negocio.
Siguiendo los pasos
Entregado, como su padre, al inevitable destino aventurero –‘culo inquieto´, dirían las viejas- pero poniendo sello propio y con ansias diferentes, Gabriel abrazó el maravilloso mundo de las letras, arte y comunicación.
En su haber se registran infinidad de guiones para teatro y, muy especialmente, radioteatros, codeándose con César Córdoba, Jaime Kloner y Federico Fábregas, las figuras más importantes del género en la década del ’50, y en cuyos elencos él mismo llegó a actuar.
A propósito de Kloner, mientras ocupaba su tiempo en la puesta final del armado de Nazareno Cruz y el Lobo, le pidió a Yenaropulos – por entonces vivía en Córdoba- que le diera una mano escribiendo “una novelita corta” para cubrir el espacio del que disponía en LW1 Radio Universidad. Aceptó y con sus textos se armaron 30 capítulos y tuvo tanto éxito que Kloner le imploró la extendiera ‘como fuese’.
Pero a ese Gabriel guionista de radio, teatro y escritor, lo dio vuelta la televisión, un amor a primera vista. Eso lo llevó a vivir esporádicamente en varias ciudades de la Argentina y otros países.
Empeño y tozudez de por medio, ostenta la condición de ser el operador de televisión por cables más antiguo –y aún vigente- del país, con más de una veintena de canales instalados y emprendimientos similares en Uruguay (Montevideo y Punta del Este), Brasil (Florianópolis y Pan de Azúcar) y dos en Chile. Asimismo, fue representante de las empresas de cable en congresos realizados en Orlando, Las Vegas y París.
Escribió obras en Jujuy, Salta, Tucumán, La Rioja y Mendoza. Incluso armó su propia compañía de radioteatro, donde interpretó papeles menores ya que uno de sus hermanos, que tenía mucha facha, según el historiador Walter Bonetto, se llevaba los suspiros femeninos actuando siempre de galán.
Gabriel asumió con tanta seriedad esa actividad que se incorporó como socio en Argentores, donde inscribió nada menos que ocho novelas para radio de su autoría.
Repasando aquellos días de su vida, supe que Yenaropulos contrajo fiebre amarilla en Jujuy. Y como todo tiene que ver con todo, su padre lo llenaba de revistas para entretenerlo durante su convalecencia. Así llegó a sus manos Leoplán, conocido semanario, donde leyó un artículo –Los siete niños de Ecija- que lo inspiró para escribir Sierra Morena, su primera novela.
Vuelvo a la tele, su eterna enamorada. Aquella cooperativa de televisión por cable tenía siete circuitos cerrados y, obviamente, el de Río Cuarto le pertenecía. Arrancó en 1964. “La tele es lo nuevo”, sostenía, aunque puntualizando que lo suyo no pasaba por estar delante de las cámaras sino dirigiendo los programas. Doy fe: mi esposa trabajó en Canal 2 y yo concurría a diario a la coqueta casona de Vélez Sársfield y Alberdi, en cuya planta alta funcionaban los estudios y donde Gabriel estaba a toda hora.
Poco después, con cuarenta alumnos, Gabriel y el citado trío docente, arrancó el primer circuito cerrado de televisión de Río Cuarto. Pero se cruzó en su camino Canal 12 de Córdoba, que inició transmisiones gratuitas y con mejor calidad de imagen.
Una vez más el griego se reinventó: como el público televidente se desconectaba de la tv por cable, contrató a un amigo que en Buenos Aires filmaba los partidos de fútbol de la AFA “y aunque las imágenes, afirmó, eran pobrísimas, la pelota ni se veía, todo salía en blanco y negro y con una sola cámara, igual la gente se volvía loca y eso nos mantuvo comercialmente”.
Hasta que llegó el mundial de fútbol de 1978, que fue determinante para la TV local. “Vinieron responsables de la organización a hacer una entrevista en el circuito cerrado y les dije: ustedes están organizando una transmisión que se va a ver en color en todo el mundo, en Argentina en blanco y negro, pero en el centro del país no lo va a ver nadie porque no hay canal aéreo”.
Su advertencia impactó: le concedieron un permiso precario para salir al aire treinta días antes de comenzar el Mundial 78. “Me permitieron colocar una torre de hasta cincuenta metros. Al ser el fundador de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad, pudimos afectar a los alumnos para hacer trabajos prácticos en el circuito cerrado, mientras tanto salía al aire”, explicó Gabriel.
“En septiembre, agregó, me objetaron la señal por no disponer de licencia, sólo tenía el permiso precario para el mundial. Nuevamente nos movilizamos, juntándonos en la plaza a reunir firmas, hablando con los militares, curas e intendentes de la zona para poder lograr la licencia. Participó toda la ciudad”.
Finalmente, llegó la anhelada habilitación que siguió vigente hasta 1980, cuando se llamó a concurso público al que se presentaron tres oferentes. “Me llamaron para confirmar que tenía otorgada la pre adjudicación, pero debía sortear un examen en Buenos Aires. Me hicieron sentar en un banco, rodeado por once personas, entre ellas un abogado y los demás eran militares de alto grado, me empezaron a hacer preguntas y al salir, el abogado me dijo ‘los volviste locos con tus conocimientos y repuestas tan correctas’. Y me adjudicaron lo que hoy es Canal 13”.
De presidente de la sociedad –en criollo, dueño- pasó a la nada. La mala política metió la cola y provocó un cambio de timón. Llegó el cincuentenario de Imperio Televisión SA y los nuevos popes ni siquiera invitaron al brindis a los pioneros de la tele local.
Para Yenaropulos, fue orquestado por “un grupo de mafiosos que quiso quedarse con todo”. Como hombre de letras, quiso denunciarlo escribiendo un libro alusivo que no llegó a concretar porque su esposa le salió al cruce: ¿“para qué vas a dañarles la imagen a los hijos o nietos de esa gente”?
Reflexionando, el hombre al que considero más sabe de televisión, expresó: “soy una persona que puse todo lo que pude a nivel comunicacional, porque a excepción del Canal 4, lo que es en Río Cuarto televisión lo hice yo (primer circuito cerrado, Cablevisión, Supercanal, Canal 13). Le dediqué la vida”.
Hablando de vida, hace pocos días Gabriel cumplió años, un pilón cuya sumatoria no pienso revelar. No tiene sentido hacerlo porque como escribí al principio, tiene la vitalidad de un chico de 20 y lo refrendo con un ejemplo reciente, simple pero contundente: en el grupo de whatsapp de la Sociedad de Escritores Riocuartenses (SER), del que ha sido su titular, se disculpó una mañana por no poder asistir a la presentación, esa tarde, del libro de fulanito ya que estaba engripado. Sin embargo, horas después se hizo presente en el acto como si nada.
Estoy convencido, no todo tiene que ver con la vitalidad física, Gabriel honra la amistad y el sentido de pertenencia. Seguramente, de esas dos cualidades le nacen las fuerzas a este hombre enamorado de la vida.