Por Alberto Sánchez

El ADN de los argentinos

En cada fecha patria languidece en el mar de la indiferencia alguna que otra solitaria bandera argentina colgada en un balcón. Pero al llegar el Mundial de fútbol o la Copa América, hasta la ropa interior (unisex) luce un subido tono blanquiceleste.

Cierta franja etaria y social, en tiempo de vacaciones, recorre el país ostentando camisetas del club de sus amores. Mar del Plata, por acaparar nativos de todas las provincias, ocupa el primer lugar como vidriera de los clubes del interior del interior.

Cuando salimos de la Argentina, al influjo de las dos extraordinarias copas logradas, nos igualamos, se terminan las gronchadas. Da lo mismo ser investigador del Conicet o almacenero de barrio, docente universitario o empleado municipal de Saturnino María Laspiur. Todos, absolutamente todos, en algún momento del día, en tierras lejanas y extrañas, nos calzamos orgullos y desafiantes la casaca campeona que tiene tres estrellas tres. Y hasta entonamos cánticos.

Pedro Luis Barcia es un entrerriano de pura cepa, más exactamente, oriundo de Gualeguaychú. Su foja de servicios atestigua que se trata de un hombre bendecido por muchos dones: lingüista, ensayista, investigador, profesor y presidente de las academias Argentina de Letras y Nacional de Educación.

Recientemente presentó un nuevo libro, Identidad de los argentinos, obra monumental de 700 páginas. El escritor Sergio Delgado lo sintetizó en una frase: “Tiene ojos para ver la Patria, como pedía Leopoldo Lugones. Una mirada que le permite abordar los temas con sentido realista, profundo, esperanzador y positivo”.

Barcia tiene el don de hacer que su erudición sea fascinante, entretenida, atractiva y en las antípodas de la solemnidad y el tedio. Se lo puede escuchar en una larga clase magistral de dos horas y quedarse con ganas de más. A cada intento del moderador de poner fin a la charla, siempre se hace oír el reclamo del público para que siga.

Otra cualidad es la generosidad de compartir su gran capacidad de análisis y síntesis volcada en un libro que, como sueña, pueda ser obra de referencia. Una colección de citas pertinentes, fruto de lecturas rigurosas cuyo resultado pone al alcance. Colecta, en primer lugar, del mayor caudal posible de material, y después de la base de auto cuestionamiento para que la gente, leyendo este libro, encuentre ese espejo y se pregunte qué importa de todo lo que se ha dicho acá”.

Barcia enfatiza que para ser “instrumento de esa laya especial de gente dignificante, los docentes, debemos esclarecer lo ambiguo. Los grandes vigías de Argentina han dicho que el futuro está en la educación. Los vuelos de naves espaciales atienden mucho al tren de alunizaje. Y recalca: el tren de futurizaje, es decir, donde deberíamos aterrizar en el futuro y asentar con seguridad la nave, que no es otra cosa que este hermoso y dolido país, es la educación”.

Como buen provinciano hace referencias a la dificultad para subsumir a toda la Argentina en Buenos Aires y en la idiosincrasia porteña. Y cita la famosa réplica tan inglesa de Chesterton a quien, a su regreso de una gira por Francia, alguien le preguntó ¿cómo son los franceses?: “No sé, porque no los conocí a todos”.

Según Barcia, “hay identidad cuando una entidad mantiene una serie de rasgos peculiares que lo hacen reconocible a través del tiempo” y para definirla, cita sendas expresiones muy distantes, una de Perón: “a los pueblos les atrae como un abismo el enigma de conocerse a sí mismos” y otra de Toynbee: “la Argentina es un país sumergido en una irritada introspección. Irritada porque reflexionamos sobre nosotros, pero no con placer, no con gusto, con cierta bronca, que nos lleva a cuestionarnos”.

“¿Cuáles son las teorías sobre la identidad? ¿Cómo se genera la identidad?”, pregunta, y “simplificando muchísimo”, enumeró desde quienes la conciben como “fatum”, un “hado”, un “destino”, es decir “somos así, es inevitable, ontológico, no podemos ser de otra manera”, o quienes afirman que, por el contrario, “la Argentina no tiene una definición ontológica firme, es cambiante”.

Recuerda que “Alejandro Korn decía que somos un país pirandelliano, o sea, vamos mutando”, y en esta perspectiva, además, “la Argentina no es un trabajo realizado, cerrado, es energía, un proceso que va en cambio y para decirlo con versos de Lugones, ‘la flexible unidad de la corriente que como va corriendo va cambiando’”.

“La Asamblea del año 13, añade, nos inventó un himno, inventó moneda, inventó escudo y así va creciendo hacia la formación de una identidad. La educación cumple en esto un papel fundamental, por eso la exaltación de la obra de Roca, de la Ley 1420, que a través de la escuela conformó a nuestros hijos y a los hijos de los inmigrantes en argentinos, les enseñó geografía e historia, les enseñó la devoción a los himnos patrióticos y así sucesivamente”.

“La identidad es lo que otros han hecho de nosotros, que así nos hizo la masonería, que así nos hizo el FMI, que así nos hizo Norteamérica, y parecidamente, esta teoría es muy cómoda porque usted no es responsable de lo malo que le toca”, afirma.

También, sostiene, “los enfoques reduccionistas, como puede serlo el porteñismo, el arrabal o la Pampa, o el reduccionismo cultural, por ejemplo, el indianismo, que no debe confundirse con el indigenismo”.

Los rasgos de nuestra identidad, tanto positivos como negativos, llevan a Barcia a decir que “somos Sísifo, aquel gigantón condenado a subir una piedra por una ladera y al llegar arriba se le caía la piedra y volvía a subirla. Esa es la Argentina, porque no genera experiencia, continuamente empujamos la misma piedra con los mismos resultados”.

Y alerta: “hemos perdido la cultura del trabajo. La improvisación ha matado la cultura del proyecto. El hombre es el único que tiene la capacidad de inventar su zanahoria para ir tras ella. La crea con su utopía, aquello que no tiene lugar, pero es posible. Pero eso genera trabajo, esfuerzo, proyectos y es lo que precisamente nos está faltando”.

En el último capítulo del libro, el autor enumera “cuáles son los males argentinos, los bienes argentinos y las ambigüedades argentinas”.

En La Argentina como sentimiento, Víctor Massuh dice que tenemos “el rito macabro de enumeración de los males argentinos, y como advierte Jorge Lanata, “el ADN genético de los defectos, es siempre sobre los defectos”.

“Tábulorrasismo y diagnorrea”

Y los enumera: “El tábulorrasismo, que significa barrer con todo para tener un sentido de vocación fundacional y empezar de nuevo inaugurando algo; la improvisación, el cortoplacismo, la anomia, el triunfalismo -somos más ideológicos que realistas-, la tristeza, las teorías conspirativas exculpatorias, la sanata…tenemos más peritos en diagnóstico que en terapéutica”.

Barcia sugiere entonces “no hacer diagnósticos porque los argentinos padecemos de ‘diagnorrea, y lo que debe hacerse es proponer soluciones”.

No todo es una pálida: hace la salvedad de que hay rasgos positivos, como “la hospitalidad y expresividad. Tenemos gente, cintura, sangre universal y vivacidad, que se transforma en viveza criolla, la inteligencia degradada; la amistad y el amiguismo, que pasa de ser una excelente virtud a pedir el favor (chedame una mano) y la insatisfacción jánica: tenemos siempre dos caras como el dios Jano, nunca estamos satisfechos con lo que tenemos y por eso pasamos de la queja a la exaltación”

En el cierre de La identidad de los argentinos, retoma una enumeración de “ejemplos de situaciones cruciales que nos afectan: la degradación del lenguaje, la banalización de la palabra empeñada, el amortecimiento de los valores, el adoctrinamiento ideológico escolar, la falsa dicotomía amigo/enemigo, la vulneración de la cultura del trabajo, la exaltación del facilismo frente al mérito por el esfuerzo, la mediocridad como patrón de vida, la exaltación de la improvisación ciega, la trivialización de nuestros símbolos patrios y el desapego de nuestra historia, la cultura de la dádiva, negadora del esfuerzo personal, y un largo etcétera”.