Por Alberto Sánchez

El triste y los troperos

Una y otra vez releo y medito los escritos del pensador, periodista y poeta costumbrista santafesino Hugo Mandón. En incansable peregrinar por pueblitos ignotos, habitados por seres anónimos de vidas sencillas, su pluma generosa ha sido capaz de transformar la rutina de vidas pobres de protagonismo en episodios trascendentes.

Entre tanta pincelada retratando sueños y ansias, hoy quiero compartir, a propósito de la feroz y arrolladora tormenta que se abatió sobre Río Cuarto el 12 de diciembre pasado, sus recuerdos sobre un cordobés al que apodó “El Triste”.

Mandón, palabras más o menos, dice: Viendo llover con timidez y escuchando por sobre mi cabeza el tropel sonoro de los truenos retumbantes, evoco al amigo ausente definitivo a quien llamó la piel por el relámpago que quema el aire denso de la mañana y sigo llamando “El Triste”.

Recuerdo a su pago de las chacras del sur de Córdoba, a la profunda galería de la vieja casa envuelta por el olor de la alfalfa y el perfume de los eucaliptus y la acritud que llegaba mansamente desde los corrales.

Recuerdo al molino sin fatiga y a los vientos que venían de lejanas serranías azules y a su madre y a su padre y al pequeño cementerio del pueblo, una vez visitado y recorrido en silencio, leyendo inscripciones lapidarias, esquivando lagartijas de la siesta y por fin, la volanta tirada por dos caballos negros y rojos, espumosos y bellos, fuertes y elásticos.

Y si lo cuento de este modo es porque a mí y “El Triste” querido, nos gustaron las tormentas; nosotros amamos a los tiempos en estado de embarazo pluvial y sentimos juntos el impacto del trueno en la sangre y la herida del rayo en la cabeza frontal y la urticaria de las primeras gotas en la piel desnuda y porosa.

Cuando llovía, nos dejábamos estar escuchando las lamentaciones de los techos de zinc tocados por el agua celestial. No hablábamos. Hacíamos que el silencio fuera hermano de la lluvia y fumábamos con los ojos entrecerrados. Así, éramos amigos.

Afuera, todo el campo rezumaba una líquida alegría y los animales domésticos aguardaban, como nosotros, en paz, que la lluvia cesara para poder salir a caminar y oler el dulce aroma de la tierra mojada.

Ahora llueve, mi antiguo “El Triste”, inolvidable compañero, y pienso con fuerza en tu cara disuelta hace ya años en la tierra aquella y veo tus ojos mustios y tus manos flacas y otra vez palmeo tu espalda magra y de nuevo escucho voces, entre las cuales está, inconfundible, la tuya.

Dejo dicho todo esto, en esta mañana del 5 de enero de 1976, para que lo sepa el aire y lo sepa tu memoria, esa memoria que existe fuera de mí, como un espectro amigo, rodante y perdurable.

Aquellos reseros

Y de vos, de tu tierra adentro cordobesa, salto para hablar del errante espectro del resero recorriendo la llanura olorosa de buenos pastos y humedad lagunera.

Errátil ha quedado su espíritu y hasta pareciera que las luces malas del campo se encienden a su paso cansino y mustio. La gran voz recogida de la pampa abierta, laminada de luna fría, murmura a su paso tenue antiguas coplas sucedidas en desaparecidos boliches de la campaña y el viento suelto y potrillo se hace a un lado dejándolo pasar.

Va solo y único, desprolijo y severo el hombre de las reses. Va hacia el olvido, que es más grande que la muerte; que es impersonal y polvoriento, seco y mudo, sordo y ciego.

Ellos, los troperos, los reseros, fueron hombres fornidos y claros habidos en el amanecer argentino de la pampa; fueron husos de paciencia, abundantes telares de la sabiduría rural; hombres de a caballo y de barba florecida y húmeda de rocío.

Fueron tensos depositarios de las briosas tormentas y la lluvia los mordió con sus mil dientes fríos y los vientos se encerraron todos en sus orejas y la helada les partió la piel. Fueron hombres capaces con un tiento y muy capaces con un cuchillo para escribir y firmar sentencia.

Fueron amigos de la taba díscola y azafranada y de los gallos feroces y sanguinarios y supieron muy bien jugarse el dinero; fueron amigos del fogón, ese poncho abierto de fuego, esa casa de luz inventada por el hombre muy antiguo y amigos del trago que alienta o mata, según la ocasión y el espíritu.

Y por fin, amigos de la guitarra, la mujer de madera sonora, la del corazón gimiente y el aliento hecho exactamente a la medida de la voz humana.

Ellos abrían las tranqueras del día con el océano de sus tropas rumorosas como un agua viva y caliente y marchaban al paso del sol hasta que el cansancio, la monotonía y el destino pedían un alto.

Era el tiempo de encender el fuego, de sorber el mate, de quitarle el grito a la carne poniéndola sobre las llamas, de comer en paz y en silencio, de pulsar la cuerda cordial, de dormir cara al cielo con todos los alfileres de las estrellas en los ojos reunidos.

Fueron los reseros. Ahora quedan apenas tristes vagos, lánguidos espectros marchando hacia el potrero del olvido.

Durante la gestión municipal de Miguel Ángel “Chicharra” Abella, nació la Fiesta Nacional del Gaucho, una convocatoria nacional que, a juzgar por las evidencias, ha sido el encuentro más convocante que se haya vivido en Río Cuarto.

Paisanos de todo el país llegaban a la ciudad y compartían durante tres días, todo lo que el criollismo nos enriquece como nación.

Entre otras muchas actividades, figuraba el arreo de un millar de novillos desde la estancia “La Sofía”, hasta la Sociedad Rural. En una de sus ediciones tuve la feliz oportunidad de participar y haciendo posta en un campo cercano al autódromo, compartí una de esas noches típicas de los troperos, reseros o arrieros, como quieras llamarlos.

Toda la noche permanecieron debajo de unos árboles, al lado del fogón, contando cuentos de aparecidos, comiendo el asado, conversando, bebiendo ginebra y, como buenos troperos, alejados del resto, es decir, de la gente de la ciudad. Y evoqué la canción de Atahualpa Yupanqui, El arriero va, cuando dice “las penas y las vaquitas se van por la misma senda, las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”.