Por Alberto Sánchez
Caminando la ciudad. En un día cualquiera

Mientras fui activo, mi jornada laboral arrancaba a las 7 y se prolongaba hasta las 14; retornaba –ahora a diario Puntal, mi segundo trabajo- a las 16 y continuaba hasta el cierre, aproximadamente a las 22.
Como es de suponer, poco y nada podía observar ni percibir las rutinas lugareñas de la gente, en especial, las matutinas. Tampoco pataconeaba los barrios. Hoy, siendo pasivo –palabra horrible si las hay- puedo escudriñar lugares, calles y personajes.
Así compruebo que hay quienes protagonizan todos los días en el microcentro situaciones calcadas. También visualizo los escenarios donde, café mediante, se vierten comentarios y chismes sobre mujeres, hombres, fútbol, modas y política.
En ocasiones, si falta algún habitué, doy rienda suelta a la imaginación y supongo que enfermó de covid, lo llevaron preso, está de viaje, anda de trampas, fue víctima de robo, se engripó o falleció.
No salgo de casa por Arenales, como canta Amelita Baltar en Balada para un loco, sino que transito la Deán Funes. De arranque nomás, veo al ‘negro’ Fantín caminando con parsimonia rumbo a Octavia para tomar el primer cafecito y leer Puntal, y trascartón, dirigirse al estudio jurídico que jamás abandona no obstante haberse jubilado.
Algo similar a la rutina de Perazzo, sólo que el ‘flaco’, antes de poner proa a la escribanía también cafeteará, aunque variando los lugares, igual que el ‘indio’ Minod, previo a dirigirse al estudio de ingeniería.
Y ni qué hablar de ‘cuqui´ Velázquez, portando un maletín en cuyo interior guarda folletos explicativos sobre las bondades de la lombricultura y fiel a Cremolatti, igual que el ‘tío’ Abuzaid.
A eso de las 11, el barcito enfrente de Bru reúne al ‘pato’ García, ‘gallego’ Pérez, Carlitos González, Héctor Cometto y otros más que cultivan el don de la amistad.
Desde muy temprano los trapitos lavan autos estacionados en la cuadra de Alvear frente a los ex tribunales y por la noche hace lo mismo el morocho bajito, de piernas chuecas, fanático de Boca y muy buen crítico del fútbol.
Veo caras nuevas entre quienes piden limosna en el ingreso a la iglesia de San Francisco. Los anteriores se fueron, no por conseguir trabajo, murieron o están internados por sus adicciones. La vida del indigente es muy corta. Algunos pernoctan en el hueco de los ventanales del antiguo Palacio de Justicia o debajo de la rampa de acceso, frente a la plazoleta.
Suelo cruzarme con una jovencita –no supera los 20 años- que acompañaba desde bebé a su abuela-madre, hasta que falleció mientras ella entraba en la adolescencia. Ayer la vi hurgando en el basurero de un edificio de departamentos junto a sus dos hijos pequeños. Es muy duro sobrevivir cuando se habita en el subsuelo de la patria.
Sigo mi ‘derrotetion’, como decía Calabró, y me topo con Tarantini, que invariablemente saluda con un hoooola doctorcito, tirame algo que ando muerto. (Lo reto por no intentar ganarse el puchero con el sudor de la frente, pero es en vano, ni me contesta).
La contracara: a pocos metros escucho ‘medié medié’. Es el vendedor de medias parado en una esquina donde lo castiga el sol, la lluvia, el viento, el frío y la indiferencia. Lo mismo le pasa al hombre en silla de ruedas, sin piernas, que ofrece almanaques y estampitas en el acceso al banco Santander.
Cruzo la plaza y me saluda desde la escalinata de la Catedral una mujer de edad indescifrable. Lleva años clamando con sollozos que la ayuden y unos pasos más allá está la señora ataviada con mucha ropa multicolor y un gorro de lana, que teje y también pide limosna. Tiene menos años de los que acusa. La miseria hace estragos.
Llego al Banco Nación y escucho el llanto lastimoso de la primera de las muchas gitanas que pululan por el centro. Por favoooooor, ayuuuuuuda, dice despatarrada en la vereda, sosteniendo en sus brazos una criatura. Los transeúntes pasan sin mirarla. Anestesiados, siguen su camino.
Sobre General Paz, una abuela con voz gruesa de fumadora, pide plata y grita en romaní puteadas a la banda de gitanitos que caminan descalzos, cruzan sin mirar la calle e irrumpen en todos los negocios a las corridas, golpeándose entre ellos y llevando por delante todo. Venden bolsas de residuos.
Rumbeando al Top de Belgrano y General Paz va Rubén Lucero, siempre presto a dialogar sobre lo que ocurre en el país con quien se cruce en su camino. Dispara, impiadosamente, todo tipo de denuncias. La cólera lo atrapa con suma rapidez –los cachetes de la cara se le pintan de rojo carmesí- y vocifera contra los gobiernos local, de la provincia y nacional.
Angel, el cafetero de la sonrisa eterna canta y clama: vamos vamos, que quiero venderrrrr!!! Porta un pilón de termos y facturas que al mediodía habrá agotado, siendo los taxistas sus mejores clientes. Un tiempito antes, entre los cajeros automáticos de Bancor, duermen en las madrugadas pobres de pobreza absoluta.
En la entrada del Pasaje Dalmasso, sobre Constitución, hace su posta el ‘tenmoneda’? “Dame do peso”, “comprame un café”, “no tené un cigarrío”? “felí día del huevo”, son sus frases permanentes, lanzadas a repetición.
En la misma galería deambula una mujer de pelo corto, peinada a lo varón y bien vestida, que pide plata con gestos educados. Además, recorre las mesas de Dos Banderas y se lleva las facturas y criollitos no consumidos. Las empleadas de la panadería me dicen que es una jugadora compulsiva del casino. Lo ignoro.
Allá, en la terminal de ómnibus, las noches suelen verlo a Marito adoptando el rol de “inspector”. Los choferes de todas las empresas lo conocen e intercambian chanzas respetuosas con él. De vez en cuando, parado en la esquina de Vélez Sársfield y General Paz, escucha con los auriculares sus canciones preferidas y las canta a los gritos.
(Vuelvo mis pasos y veo con estupor la matanza perpetrada por la Municipalidad en la bellísima arboleda de la vereda de la Iglesia San Francisco. ¡Es increíble el odio que los riocuartenses tienen al verde!)
Han quedado por citar muchos personajes del centro, pero vos podés añadirlos a la lista. Algunos desaparecieron de escena, como los hermanos vendedores de praliné y más atrás en el almanaque, el “pescado”, “San Roque” o el “tata”.
El tránsito es un caos. Las motos se reproducen como conejos y quienes las conducen se adelantan por izquierda y derecha sin importarles su integridad, especialmente chicos del servicio de cadetería que cruzan a toda velocidad los semáforos en rojo.
La iracundia de esta sociedad enferma de violencia se traduce en bocinazos por cualquier motivo y los automovilistas insultan y/o bajan de sus autos para protagonizar peleas berretas.
Hay rincones cautivantes por su arquitectura o historia; calles con casas muy feas, zonas parecidas a otras ciudades y gente con quien te cruzás en la calle a puro saludo y charla. Pisamos los 200 mil habitantes, pero Río Cuarto sigue siendo un pueblo grande.
En mi caso, el humor cambia según dónde transito. Voy sorteando obstáculos –basura, caca de perros –‘bubú, mirá que me enojo, advierten al pichicho mujeres solitarias que, sin embargo, no levantan los excrementos-
Abundan las baldosas rotas. Los peatones, a duras penas, nos abrimos paso en veredas de un metro de ancho. Un caso raro: Buenos Aires, hasta Maipú asfixia y, en adelante, la acera pasa a ser de casi tres metros y con árboles. El paisaje cambia para bien.
O la San Martín, a la altura del 1000 y hacia el oeste. Los edificios de departamentos se multiplican. Entrecierro los ojos y creo estar en la marplatense avenida Colón. Mi humor ya es otro.
Ni qué decir de la belleza de los countries, con diseño copiado a los estadounidenses. O barrios como Villa Dálcar, cuya arboleda trasunta paz. La urbe ganaría en calidad, armonía, salud y buen gusto si se la llenara de verde como allí.
Y, por cierto, los contrastes son dables de observar en todos lados, como Banda Norte, que alterna manzanas hermosas y horribles, igual que ATE, Abilene, Bimaco, Fénix, etc.
Como un común denominador con otras localidades, las avenidas de ingreso siempre son feas, deprimentes e invitan a no ingresar. Guardo un párrafo final para el Bulevar Roca. En varias notas de la XXI he confesado mi amor incondicional a él. No pregunten a qué obedece. Simplemente manifiesto que tiene que ver con mi infancia tan querida.
Dato final: arrancó la topadora en el edificio que fue el Sanatorio Argentino –“La Cañonera”- luego Clínica de la Santísima Trinidad –Fotheringham 200- y compruebo que otro ícono de la ciudad desaparecerá.