Por Oscar Aimar
Sahumerios
El muchacho vende sahumerios. Me ofrece, y aunque no le compro, nos ponemos a hablar. Es simpático, inteligente, y se le notan algunas lecturas. Las ideas, precedidas por las rastas, se proclaman antisistema. Rechaza, porque lo abruman sus requisitos, la sociedad de consumo, el materialismo, el utilitarismo. No puede advertir, porque los cumple naturalmente, el rigor de los requisitos que su propio sistema de valores exige: la juventud, la falta de responsabilidades, la frescura, la inocencia, el moralismo, la fuerza.
Pero es inteligente. Vende sahumerios y hace artesanías, me cuenta con pocas, justas palabras. Compro una cerveza, y la tomamos juntos, hermanados. Es cortés y educado, pero mira al resto de los humanos desde cierto lugar de superioridad moral, porque compara su propia, rica interioridad, con el exterior de los otros.
Previsiblemente, propugna, como remedio a los males que su sensibilidad detecta confusamente, una vuelta a los modos de producción anteriores, “naturales”, dice él. Me acuerdo de Sabina; “me escapé de los tontos por ciento del verso del business, dando clases en una academia de canto del cisne…” Y de Abelardo Barra Ruatta: “Lo natural del hombre es su artificialidad.”
No le digo esas cosas; adhiero sin resistencias a sus críticas románticas, impresionistas, porque tiene algunas razones, y porque algo en él me recuerda a mí mismo, mientras la botella va de uno a otro, igualadora. No le digo que el deplorable sistema provee de subsistencia a 8 mil millones de personas, y que una vuelta a los modos de producción que él aconseja implicaría la más cruel selección natural que la humanidad ha enfrentado nunca…
No le digo que hemos avanzado tanto en esta complejidad, que lo que él recomienda equivaldría a desarmar un lenguaje constituido, y empezar a hablar de otra manera. Porque sé que no tiene malas intenciones, que la cerveza está buena, y que todo acuerdo no se basa más que en un desarrollo incompleto del discurso.