Por Alberto Sánchez

Una isla solitaria y fantasmal

Por culpa de Cristina, por culpa de Macri, por culpa de Alberto, por culpa de Milei, ¿cuántas veces hemos dicho qué ganas de irme a vivir a una isla desierta? Un anhelo que tiene que ver con la desesperanza en este país que nunca puede arrancar.

Ese agobio que carcome los sueños y se repite día tras día, desemboca en frases como ésta, que es la síntesis de un estado de ánimo terminal, sin salida, impotente.

Pero como los argentinos somos los únicos chiflados en el mundo capaces de burlarnos de nosotros mismos y, desde el infortunio, gestar opciones disparatadas, como planificar huir a tierras remotas, te digo que es verdad, hay islas desiertas, en particular, una que se encuentra en el Lejano Oriente.

Eso sí, se cuentan historias sobre ella emparentadas con el dolor y la tragedia. Se trata de Hashima, una isla japonesa en la que sólo quedan esqueletos de edificios, según ilustra National Geographic.

Una junto a la otra, las carcasas de los edificios en Hashima miran al sol pasar. En su tránsito a través de la bóveda celeste, deja sus marcas sobre las paredes —ahora desnudas, sin color— que alguna vez dieron sombra y cobijo a los mineros que la habitaban. A 15 kilómetros de la prefectura de Nagasaki, al sur de Japón, la isla alguna vez fue un estandarte de industrialización para el país. Hoy, sólo quedan esqueletos de las viviendas.

Hashima pertenece al grupo de 505 islas abandonadas en el archipiélago del sol nacienteCon poco más de 6 hectáreas, fue punto de interés minero hacia finales del siglo XIX, ya que rebosaba en yacimientos de carbón submarinos. En el auge de la revolución industrial japonesa el recurso se convirtió en una necesidad para el desarrollo.

Hacia la década de los 60, alcanzó una población de 5.200 habitantes. Todos ellos dedicados a alguna actividad relativa a la minería de carbón. Sin embargo, las reservas naturales muy pronto se agotaron. Tan sólo 14 años después, la explotación del espacio no tuvo sentido, porque el recurso ya se había terminado.

Sin trabajo, y con ánimo de buscar mejores oportunidades, los habitantes de Hashima abandonaron la isla poco tiempo más tarde. Durante tres décadas, el espacio quedó completamente inhabitado. Sin fauna ni flora, las paredes perdieron su color original. Los techos se agrietaron. Los vidrios en los ventanales se rompieron. Los edificios se convirtieron en esqueletos.

Y se hizo el silencio.

¿Qué pasó?

A la sombra de los edificios abandonados, en Hashima resuenan ecos bélicos. Etimológicamente, su nombre se traduce del japonés como ‘isla del acorazado’. Esto es así porque durante la Segunda Guerra Mundial sirvió como escenario para el trabajo forzado de los prisioneros coreanos y chinos.

Los civiles reclutados trabajaron durante años en condiciones precarias. Bajo la supervisión de generales japoneses, recibieron un trato brutal en las instalaciones de Mitsubishi, que tenía intereses en la isla por las minas de carbón. Por las jornadas extenuantes, el agotamiento y el riesgo implícito en la minería, muchos fallecieron ahí.

Entre crímenes de guerra y escasez, el golpe definitivo que recibió Hashima vino de los tifones que azotan esta región de Asia. Hacia mediados de la década de los 70, los civiles tuvieron que ser evacuados de emergencia.

Los mineros y sus familias que habían establecido una vida ahí advirtieron que no podrían soportar las condiciones climatológicas por mucho tiempo más. El oleaje podía ser tan fuerte que los dejaba incomunicados con las demás islas de la prefectura de Nagasaki.

Aún sin atención humana, los edificios están prácticamente intactos. Si bien es cierto que no reciben mantenimiento —y se nota- las estructuras permanecen sólidas a pesar de las inundaciones y el mal clima. Años más tarde, algo de ese mismo halo fantasmagórico encendería nuevamente la actividad en la isla.

Con el inicio del nuevo milenio, Hashima volvió a ser de interés para Japón. Ahora, como un sitio para el turismo oscuro. En 2002, dejó de ser propiedad de Mitsubishi y se abrió lentamente al público. Primero, sólo a periodistas que querían cubrir la historia de la isla fantasma en Nagasaki. Luego, a un creciente número de personas que querían ver vestigios de la Segunda Guerra Mundial.

Oficialmente, Hashima abrió sus puertas al turismo internacional hasta 2009. El notable interés que tenían los visitantes por la ciudad fantasmal obligó a las autoridades locales a lanzar un proyecto de protección para este patrimonio abandonado. Cadenas internacionales de noticias, como CNN, incluso la catalogaron como uno de los 10 lugares más escalofriantes en el mundo.

Hoy, las ruinas de los parques y espacios públicos de Hashima se inundan cada verano con el barullo de turistas morbosos. Quienes pueden pasear entre hospitales olvidados como antiguas casas particulares, todas vacías. Aunque las minas de carbón ya no están en funciones, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2015.

Las ruinas en Hashima representan la primera transferencia exitosa de la industrialización de Occidente a una nación oriental. Al sur de Japón, los edificios siguen viendo el tránsito del sol sobre la bóveda celeste. Ahora, al menos, unos cuantos turistas se pasean entre las calles. En sus rostros, casi siempre, se dibuja una sonrisa morbosa.

Si seguís con el propósito de asentarte en una isla, pero no te seduce Hashima por su lejanía, podés ir a la de Robinson Crusoe, en el archipiélago Juan Fernández, situado en la Región de Valparaíso.

Crusoe, personaje de la literatura creado por el inglés Daniel Defoe, fue un marinero de York que, en una expedición por Africa, fue tomado prisionero y convertido en esclavo por un grupo pirata.

Tiempo después logró escapar y fue auxiliado por un capitán de marina portugués que lo llevó a Brasil. Posteriormente se alistó en un buque que tenía por destino Africa, para capturar negros, pero la nave naufraga y él, único sobreviviente, alcanza a llegar a la isla mencionada, donde no vivía nadie.

Cada tanto, llegaba a la misma una tribu indígena caníbal para realizar rituales y festines. Robinson pudo salvar a uno de sus prisioneros y lo rebautizó Viernes, porque lo conoció ese día de la semana, forjándose una sólida amistad a pesar de que no coincidían en el idioma.

La historia cuenta que ambos ayudaron a huir a muchos otros prisioneros de los caníbales y el final feliz ocurre cuando todos son rescatados por la tripulación de un barco.