Por Alberto Sánchez
Viejas Honorables

Nunca lo hablamos con Quitito, pero de arranque nomás, allá por 2017, me propuse que Historias guardadas en la Mochila fuese una sección de la revista que no abordara temas políticos.
Quizás porque venía de hacerlo durante años, en diario Puntal, harto de los sinsabores causados por las críticas de uno y otro lado, o tal vez, decidiendo que estas columnas aludieran sólo al pasado de Río Cuarto, sus personajes y lugares, siempre atrapantes.
Lo cierto es que ya he sumado casi ocho años enfrascado en los paisajes y el costumbrismo del Imperio del Sur.
Hoy rompo aquella regla tácita. Quiero mencionar con emoción a Nora Irma Morales de Cortiñas, o simplemente Norita, psicóloga de profesión y madre de todas las batallas, quien murió el 30 de mayo de 2024, a los 94 años y transcurrió gran parte de su vida buscando saber, sin suerte, qué hizo la dictadura con Carlos Gustavo Cortiñas, su hijo “desaparecido”.
No añado una sola línea más. Ya demasiado daño provocan, amparados en la impunidad anónima de las redes, los militantes del odio, hablando pestes sobre ella.
Nora, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, me lleva a recordar párrafos de un texto de Hugo Mandón que leí hace tiempo y reivindica no sólo a ella sino también a todas quienes han parido. Expresa descarnadamente lo siguiente:
“Digo hoy, y con respeto indudable, la palabra vieja para designar a las mujeres sobrevivientes de tiempos idos, a las abuelas ya cansadas de tal tierna calidad, precisamente porque muchos son los años cumplidos, mucho el tiempo que las ha convertido en viejas graves, circunspectas, evanescentes en algún caso, secretas en casi todos, mustias, aunque perseverantes, admirables en la tarea de vivir sobreviviendo y de perdurar estando.
Y si digo sobre estas viejas graves, es para celebrarlas de acuerdo a los merecimientos de la historia extensa encarnada, y por ellas representada, en la asamblea general de los días.
Como dije, han vivido tanto que tal duración les ha valido la actual indiferencia, la serenidad parecida a la inmutabilidad. Es que se han secado en ellas ciertas fibras otrora rápidas en contestar al mundo y la gente, vivas, sensitivas y despiertas.
Algo así como la madera que se ha criado en estas viejas respetables y sobrias, capaces de vivir con porciones mínimas de alimento, lugar, alegría y pasiones.
Todo se ha encogido y reducido al tamaño indispensable para la perduración. Enjuto tienen el cuerpo, magro el ánimo y flaca la razón.
Así como sus huesos parecen enormes, a punto de visibles, grande parece la doméstica historia que ellas continúan protagonizando con los ojos apagados, la boca desdentada y fruncida, la piel floja y arrugada, pero con el corazón todavía marcando el tiempo de los vivos.
Fueron esposas, madres, abuelas, bisabuelas. De ellas manó la vida. Dueñas fueron de la cocina fragante, criaron hijos y nietos con habilidad y resignación, se defendieron en muchos casos de la miseria con las artes que enseña la necesidad desnuda.
Enterraron marido, hijos, tíos, padres y abuelos y hasta algún ocasional vecino que murió en el abandono. Amamantaron, cocinaron, lavaron, fregaron, esperaron en vano, gozaron de alegrías tan escasas como fugaces, lloraron una y otra vez.
Y por fin, sufrieron siempre y el sufrimiento se fue secando, estrujando, reduciendo a lo que son: viejas graves, honorables, madres antiguas, abuelas de otro tiempo, espectros tabacales con tos y artritis, sordera, media vista, giba y temblores.
Por eso son así enjutas de cuerpo, magras de ánimo y flacas de razón. He conocido a estas mujeres desdibujadas, centenarias, en los montes, serranías y en algún ocasional conventillo, siempre cerca del aire áspero, eso sí, del sol, eso también.
No hubieran podido ser viejas venerables viviendo confortablemente. Aunque parezca mentira esto es cierto: han llegado a serlo sólo porque la necesidad y la intemperie las curtieron, dieron el color y la consistencia del pergamino.
Hoy celebro a estas viejas graves. No les deseo salud porque apenas se trata de vivir. Les deseo un poco de buen tabaco a su disposición, agua clara para la sed, una fruta de puro jugo y perfume para el paladar reseco, pantuflas en el invierno y un rincón con sol para seguir estando.
Con eso, que es poco pero valioso, a ellas les basta. Además, claro está, del respeto que nos merecen, el que bien debe valer para ellas como vale una moneda de luz”.
Vuelvo a Nora, emblema de los derechos humanos, madre valiente y desesperada que fervorosamente rastreó sin conseguirlo, algún dato sobre su hijo. Tras su fallecimiento, el Gobierno no la despidió ni la tuvo en cuenta.
Los trolls sí se encargaron de ella. Despellejándola suponen que podrán cambiar el rumbo de la historia, crear una nube gigante que cubra de amnesia a la gente y silencie el llanto. Pero como todo está guardado en la memoria, el rostro de esta viejita menuda, siempre sonriente, filosa en sus análisis y amante de la paz, ya está marcando un camino que los depredadores ideológicos no podrán tapar con los yuyos de su odio.
Cortiñas preguntó por su hijo junto a otras madres en despachos oficiales y comisarías. Ya en democracia, se presentó ante la Justicia para intentar sin éxito encontrar respuestas en los militares sentados en el banquillo de los acusados. Nunca logró saber siquiera dónde lo tuvieron secuestrado y qué hicieron con él. Pero esa mujer de estatura diminuta y sonrisa inmensa llevó siempre la imagen de Gustavo sobre su pecho. Era su forma de recordarlo y también de reivindicar la memoria del pueblo argentino sobre una de las páginas más oscuras de su historia.
Cortiñas, hace poco fue operada de una hernia y permaneció en terapia intensiva. “¡Fuerza Norita!”, decían los miles de mensajes que inundaron las redes mientras ella luchaba por su vida. Murió un jueves, ese día que durante 47 años había sido la cita fija de Madres de Plaza de Mayo para transformar su dolor en una lucha colectiva.
Página 12 cuenta que Nora, “cuando era niña soñaba con princesas y después, llevar a sus hijos a la calesita. No era una revolucionaria como ahora. Nació en Buenos Aires, en 1930, como la tercera hija de una familia de clase media. “Era graciosa, muy pizpireta, tipo Mafalda”.
Dicen que tenía salidas divertidas, según la biografía Norita, la madre de todas las batallas que escribió Gerardo Szalkowicz. A los 19 años se casó con su primer y único novio, Carlos Cortiñas y pronto llegaron sus dos hijos: Gustavo y Marcelo.
Su vida dio un giro de 180 grados cuando desaparició Gustavo. Dejó ese mundo doméstico que dominaba y se abrió paso en otro, dominado por una dictadura atroz. Había pasado sólo un año desde el golpe de Estado y los militares secuestraban decenas de personas por día, como parte de un plan sistemático de exterminio al que ella y otras madres le plantaron cara sin pensárselo: estaba en juego la vida de sus hijos.
“Me llamaban a mi casa, me amenazaban, me pintaron todo el barrio con el nombre “madre terrorista”, recordaba al hablar de los primeros jueves en los que las Madres se reunieron en la Plaza de Mayo, frente a la sede del Gobierno. Ante la prohibición de quedarse quietas, comenzaron a dar vueltas alrededor de la Pirámide para exigir la aparición de sus hijos. Cortiñas mantuvo el ritual hasta el final de su vida. Iba cada jueves, a excepción de aquellos en los se lo impedía algún viaje o enfermedad. El único paréntesis prolongado fueron los meses de encierro forzoso de la pandemia.
En esas marchas, lucía siempre sobre su cabeza el pañuelo blanco que las Madres de Plaza de Mayo convirtieron en un símbolo mundial contra la dictadura. “El pañuelo blanco lucha contra la injusticia, contra el silencio, contra el olvido”, lo definió.
Cuando Argentina recuperó la democracia, en 1983, Cortiñas se entusiasmó con la posibilidad de ver a los militares condenados por los crímenes de lesa humanidad. “El juicio a las Juntas nos sacó de la incertidumbre de que nunca iba a haber justicia”, sintetizó al hablar sobre el histórico proceso judicial que tuvo lugar en 1984.
Dueña de una vitalidad increíble, Cortiñas apoyó numerosas causas tanto dentro como fuera de Argentina. “Esa ausencia, ese dolor que siento todos los días, es el motor de mi compromiso. Por eso estoy en cualquier lado acompañando las luchas contra todas las opresiones; porque, sencillamente, quiero cambiar este mundo injusto”, argumentó esa mujer valiente, cuando ya caminaba con ayuda de un bastón y a quien se le pregunta de dónde sacaba fuerzas.
Su última aparición en público tuvo lugar el 24 de marzo pasado, cuando marchó para conmemorar el aniversario del último golpe de Estado y gritar “Nunca Más” al lado de una multitud preocupada por el auge de los discursos de reivindicación del terrorismo de Estado del presidente Javier Milei.
“Dentro de muchos años me gustaría ser recordada con una sonrisa y con ese grito que significa todo lo que siento: ¡Venceremos!”, expresó Norita.