Por Alberto Sánchez

Un tal Juan Jorgelino Valdez

Una y otra vez releo las crónicas de viaje de Hugo Mandón. Dueño de una pluma poética que quizás no encaja con el estilo actual, este escritor fue el primer presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) en Santa Fe.

En alguna oportunidad compartí en la Revista XXI sus escritos referidos al mar y los pescadores. Hoy nuevamente lo rescato con una deliciosa y larga charla que mantuvo con un campesino chileno en tierra mendocina.

Hace ya muchos años, en la capital cuyana, conoció a un trabajador errabundo, un tal Juan Jorgelino Valdéz, al que describió como un hombre con manos grandes y cicatrizadas por las tareas más diversas.

Para este trasandino a quien gustaba compartir el vino, no resultaba extraño hacer un ladrillo, cortar la madera, picar piedra. Por eso, recalcó, sus grandes manos estaban selladas por señales laboriosas y también su hablar era quedo, primario, contundente.

“Prefiero morir ahora mismo a perder estas manos”, dijo, y por cierto pensaba que ellas son el atributo del hombre por excelencia.

“Me preguntás, amigo, si alguna vez he querido a una mujer y eso es algo muy difícil de contestar. Dejame pensar…” Así respondió el trabajador de ojos mansos una mañana en la plaza Italia. Nos habíamos encontrado casualmente, mientras venía de la cordillera un airecito que tonificaba.

Mandón recordó que enseguida nomás le advirtió: “amigo, para un tipo como yo el amor es una cosa medio rara. No me puedo enamorar como ustedes que son personas con libros, tiempo y parla. Ando, voy y vengo siempre buscando una changa y con eso, unos pocos pesos para comer y dormir”.

“No tengo momentos para hacer conversación con mujeres y tampoco habrá alguna que pueda interesarse por algo que tengo”. Y quedó pensativo.

“He querido a mi madre, pero apenas si me acuerdo de ella. Tuve algunas hermanas, pero no sé si las he querido. Cuando uno nace en la miseria no puede pensar demasiado en si a las personas se las quiere o no. Después, no he querido a nadie, a ninguna mujer”, insistió.

Y sin pausas, admitió: “he pagado por el amor y lo seguiré haciendo; no puedo hacer otra cosa y no me quejo. Nunca me podrá entrar en la cabeza eso de tener mujer, hijos y todo lo otro”.

¿Qué es eso otro?, repreguntó el litoraleño. “Ja, el aburrimiento amigo”, y sonrió con toda la boca, con todo el rostro. Y se fue con sus grandes manos colgantes y la risa de la mañana.

Todo ocurrió hace tiempo y en un momento para que yo aprendiera, reflexionó Mandón, de aquel Juan Jorgelino chileno, trabajador errabundo, algo muy importante sobre la relatividad de los sentimientos y de las instituciones del hombre burgués.

Aunque hubo otras ocasiones favorables y también muy aprovechadas, en las cuales el trasandino Valdéz y yo charlábamos sobre cosas, sucesos y gentes, fumando en silencio luego de algunas conclusiones o mirando el cielo alto de Mendoza, llegó una situación marcada por el destino para ser la última, pero que a nadie le haga pensar en triste despedida ni en nostalgia actual de naturaleza lacrimal.

Entre el chileno y yo, contó, había diálogo, dos límites reconocidos y además un profundo respeto de ida y vuelta que necesariamente impidió la nostalgia y la tristeza.

Y apenas recuerdo la última ocasión, pero sí, digo, no puedo olvidar a Juan Jorgelino, trabajador errabundo, chileno que siempre tenía presente cómo a su padre le habían dado siempre y duro en el pago minero de Antofagasta.

Mandón, a duras penas tiene presente su último encuentro con Valdéz porque sucedió entre mucha gente en la calle, donde todo se hace difuso y en cierta medida extraño.

Así fue que se atrevió a decirle mañana me voy, Juan. Valdéz se inmovilizó y le dio importancia.

¿Dónde?, inquirió.

Tucumán, añadió el santafesino y lo tomó del brazo, tratando de quitarlo de esa marea de gente ocupada en cosas que nada tenía que ver con ellos.

¿Tucumán? ¿Y a qué?

Trabajo, dijo Hugo, sabiendo que mentía.

No, retrucó el chileno, te lo veo en la cara, amigo. Lo tuyo es trabajo de andar mirando, hablando, nada más. Bueno, cada uno hace lo que debe.

Me miró con seriedad. Los ojos ya no eran claros, alguna nube violeta se había cruzado en ellos. No era enojo sino fastidio. Y antes de poder hablar, le escuché decir: que te vaya bien, amigo. No te olvides de Valdéz. Alguna vez es posible que nos llevemos por delante…chau…

Se fue, entreverándose entre el gentío. Me quedé con el color violeta de sus ojos y su fastidio. Nunca volví a verlo, como tampoco he sabido de algún Juan Jorgelino Valdéz que haya andado por allí, pero fue mi amigo.

Pasados los días, Mandón fue ordenando y repasando aquellas charlas, en especial algunas de las afirmaciones del paisano de Chile:

“A mi padre le dieron siempre, duro y con la mano cargada”, sostenía a manera de muletilla filosófica, tanto para cerrar un juicio como para rematar el relato de una experiencia, y esto en muchas ocasiones, para hablar de su vida de trabajador errabundo.

No sé si por el vino, el sol del mediodía o nuestro silencio, la cuestión es que el chileno habló acerca de su padre muerto en la mina, gris, joven, reventado por la Anaconda. Fue su carta más que suficiente para entrar a dialogar y tan dolorosa que hasta los pájaros de los viñedos huyeron hacia la montaña fría.

“Yo no tengo manos como vos, limpias, con las uñas cortas y blancas. Mirá, las que yo tengo son grandes, cicatrizadas, feas, mi amigo. Claro, yo no escribí papeles ni ando con libros. Sólo sé hacer un ladrillo, cortar madera, picar piedra, ordeñar una vaca o chiva, alambrar, tejer, golpear, partir, romper. No tengo manos delicadas, amigo.”

Valdéz, de apellido. Juan Jorgelino, de nombre. Su edad no importa. Lo que vale es la manera cómo contó las cosas de la vida a otro hombre, el de las manos delicadas pero oído abierto para escucharlas y saber conmoverse.