Por Alberto Sánchez
Aquellos queridos curas franciscanos

Cursé los ciclos primario y secundario de la enseñanza en el Instituto Incorporado San Buenaventura.
Por entonces, el colegio disponía del patio grande –muy similar al actual- sólo que en cuyo extremo oeste había una cancha de pelota a paleta. Y sendos patios chicos. En uno se situaba la cantina y el corredor que llevaba al convento. En el otro se alineaban varias aulas alrededor de una enorme morera. Lo más atrapante era la puerta que franqueábamos clandestinamente para curiosear el sitio en el que se fabricaban las hostias y donde también estaba el ropero con las sotanas y ornamentos de los curas.
En esas aulas nos cobijábamos los alumnos de tercer año diurno. Geografía era dictada por fray José Luis Padrós, una de las personas más buenas que he conocido.
Lo apodábamos gamberro, palabra que la Real Academia Española traduce como libertino, disoluto, sinvergüenza, maleducado y proclive a cometer todo tipo de groserías e incivilidad. Obviamente, nada de eso encajaba en su figura bondadosa.
¿Por qué, entonces, tal caricaturización?
Traduzco: mientras explicaba algún capítulo de la materia o recorría los pasillos del aula, a sus espaldas, los vándalos arrojábamos tizas, nos propinábamos tincazos, coscorrones y chillidos. Harto, perdía la compostura y este hombre alto, de pelo ondulado, piel muy blanca, ojos verdosos y suaves modales, nos gritaba una y otra vez sois unos gamberros, sois unos gamberros. Por eso lo rebautizamos así.
El estudioso Eduardo Tyrrell nos desasna. Padrós fue teólogo, filósofo y profesor de Historia y Lengua Castellana entre los años 1972 y 1979; además, guía espiritual del Círculo Católico de Obreros (1977 -1993) y otras instituciones de la iglesia.
Su cargo de Archivero del Convento le permitió transformarse en cronista y bibliotecario de la Orden con más historia de la ciudad. Gracias a él se debe lo prolijo y minucioso que se halla el Archivo que hoy lleva su nombre en honor a tal sacrificio.
Padrós integró la Junta Municipal de Historia como vocal entre 1990 y 1993. Y siguió de cerca los pormenores de la construcción de la nueva Iglesia, encabezada por su hermano de la orden franciscana, Fray Salvador Solá, apodado por el estudiantado fray chirola, por su enorme capacidad para pedir ayuda económica a todo el mundo, que destinaría para levantar el nuevo templo.
(A propósito, titulada Solá, el infatigable obrero de Dios, escribí una nota sobre su vida, publicada en el número 160 de la Revista XXI)
Como puntualiza Tyrrell, una semana antes de la celebración de sus Bodas de Oro Sacerdotales, para la que se preparó con profunda emoción, Padrós escribió su biografía. El 19 de junio de 1993 revivió, rodeado del respeto y afecto de sus superiores, comunidad y feligreses, el feliz día de su consagración, Pero 9 días después, tras la novena al Sagrado Corazón, a la 1,30, murió inesperadamente, a los 74 años.
Celeste Comelli lo evocó: “con los mismos ojos de quienes fuimos sus alumnos, Padrós, en invierno calzaba zapatillas de abrigo, enfundado en su inseparable hábito, recubierto con una abrigada capa, con dos vueltas de una gruesa bufanda al cuello y gorra de vasco en la cabeza. Salía a altas horas de la noche y con bajísimas temperaturas para asistir a los moribundos, ayudarlos a bien morir y volver al convento con la satisfacción del deber cumplido”
“A pesar de su delicada salud, añadió, no le importaba ni el tiempo y distancia; su trabajo era callado, oculto, casi anónimo, pero estaba donde se lo necesitaba, en los hogares, junto a la cabecera de los enfermos, de conversación amena, crítico en sus opiniones y agudo en sus observaciones, analizaba con profundidad situaciones, era entrañable devoto de la virgen, tanto, que contagiaba siempre con su infaltable místico Rosario de María en sus manos”.
El cura Gomila
Mi vida en el Sanbue, especialmente en la etapa del secundario, recuerda al padre Miguel Gomila como su director. Fraile enérgico, emprendedor, muy activo – amable selectivamente según la calidad del alumno- y de pocas pulgas con los revoltosos.
Era común que aplicara correctivos tales como pellizcos dolorosos en la mejilla u oreja o que te sostuviera la cara con la mano izquierda y con la derecha te estampara un cachetazo sonoro. Y a quien incurría en reiterados actos de mala conducta lo colocaba en un rincón de la Dirección a los fines de que todos lo vieran.
Recuerdo haber escuchado de nuestros mayores decir quejosamente que adhería al pensamiento político del generalísimo Francisco Franco, líder del golpe militar de 1936 contra el gobierno democrático de la Segunda República, que hizo estallar la sangrienta guerra civil española.
Lo dudo: a los quince años nuestras mentes adolescentes no decodificaban estos intríngulis políticos. Y él, en el ’36, apenas tenía dos años de edad.
Por eso, prefiero evocarlo por su gran dinámica, la misma que mostraba esa camada de franciscanos, como Solá, Padrós o el cura electricista cuyo nombre olvidé. Un hombre altísimo, muy flaco que andaba por los techos, iglesia, colegio y convento solucionando problemas de iluminación. Los chicos le decíamos enchufe o tara servis.
Tyrrell me da una mano con la biografía: Miguel Gomila Mascardo nació el 14 de junio de 1934 en Alayor (Menorca, segunda isla del archipiélago de las Baleares). Realizó el secundario en Sabadell, se graduó en Filosofía e hizo sus estudios eclesiásticos también en España, ingresando a la Orden de los Franciscanos.
Tiempo después recibió la ordenación sacerdotal en el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes -“La Nou”, Barcelona- el 20 de Julio de 1958 y llegó un año después a la Argentina y casi de inmediato, a Río Cuarto.
Su primera actividad fue la docencia en ciclo primario, trasladándose luego a El Palomar, Buenos Aires, para la reválida de sus estudios de profesor en Letras, obteniendo el título en la Universidad Católica Argentina en 1965.
Regresa a nuestra ciudad para asumir, tras los interinatos de los padres Enrique Vilas y Luis Pitarch, el Rectorado del Colegio -1 de marzo de 1966- tanto en el primario como en el secundario, hasta su retiro por jubilación el 31 de diciembre de 1991.
Fray Gomila le aportó al establecimiento un notorio impulso sobre los cimientos de la obra iniciada por un gran predecesor, el padre Serafín Ribera, considerado el segundo fundador del Instituto Incorporado, ya que durante su mandato se creó el ciclo secundario nocturno (1951) y comercial diurno (1956), que Gomila perfeccionaría.
De igual modo, extendió el comercial nocturno a las mujeres -hasta entonces exclusivo de varones- y en ese período implementó el Proyecto 13, que proponía un replanteo de la Educación Media, que entre otras cosas, crearía el gabinete psicopedagógico de asesoramiento para que los docentes ayuden a los alumnos a descubrir su singularidad y condiciones de creatividad encauzadas, enriquecedora de su ser trascendente.
El fraile asistía con ojo atento a todo lo que ocurría en la escuela: desde la entrega de medallas a los chicos del primario, hasta acompañando a la selección de fútbol que participaba en los torneos intercolegiales nocturnos que se llevaban a cabo en la cancha de las Escuelas Pías y que siempre consagraban campeón al Sanbue.
Además, trabajaba en el armado de los promedios junto a esa computadora humana que fue Mario Palacio; ayudaba a vender entradas para el cine, cuya finalidad era reunir fondos para solventar viajes de estudios, por ejemplo, el que hicimos en cuarto año a la planta de Atanor, junto a la García, la profe de Merceología.
Encabezaba actos patrios, oficiaba las misas centrales a las que asistía toda la escuela, dirigía las ceremonias de egreso, fue nuestro profesor de Religión en quinto año y se reía a carcajadas cuando le preguntábamos, a sabiendas que ya no habría reprimendas, qué número de camisa usaba ya que su cuello era muy grueso.
Sin lugar a dudas, estaba en todas. Como cada cual a su manera, también lo hizo el guardián del convento, Luis Pitarch, a quien el ingenio estudiantil rebautizó gorrión mojado y Antonio López. También recuerdo con ternura a Bernardino Martorell, porque fue mi confesor y quien me ofrendó la hostia de la primera comunión.
Manuel Prats, José María Valls, Manuel Niega, Diego Linares y el siempre chinchudo gordo Marimón, que nos tomaba el catecismo mientras confesaba y ojo con dar mal la respuesta. En definitiva, hablo de una camada de frailes que me hacen decir con nostalgia… aquellos queridos curas franciscanos.